Unos de los placeres que tengo, aparte de admirar los atardeceres, es andar en bicicleta. Me hace sentirme libre, recrea mi mundo, me convierto en un aventurero cuando ando por nuevos lugares. Descubro lo maravilloso que es mi ciudad mientras pedaleo lentamente. Me agrada sentir el cansancio en mis piernas después de una larga ruta. Sin embargo siempre me queda la sensación que aun quiero más. Es como si fuera una forma de expresar mis sentimientos, pensamientos y algunas veces mis frustraciones. Para mi resulta una buena terapia de relajación, una honesta conversación con Dios y conmigo mismo.
Una noche mientras regresaba a casa, recordé mi primera bicicleta. Era de un color “torna azul”, así la conocí por papá, hacía referencia al color porque en ciertos ángulos donde reflejaba la luz, pareciera que cambiara de tonalidad con una especie de destellos metálicos. Simplemente hermosa como ninguna. Era una bicicleta tipo freestyle, marca Fox si no más recuerdo, con sus protectores de goma en varias partes de ella. Frenos de mano y con un asiento muy cómodo. Mi padre no dudo en comprármela, aunque bacilo en decirme que me la cambiaba por una mini-motocicleta a gasolina. Rechace de inmediato su oferta y confirme mi deseo de la “torna azul”.
Estaba tan emocionado, tan lleno de alegría, que seguramente mi padre se dio cuenta y en ese momento escuche la orden de “nos la llevamos”. Eso fue realmente un momento mágico. Sin embargo, faltaba una cosa muy importante: saber andar en ella. Al final de cuentas era un pequeño de 7 años. Sin embargo, era tanta mi emoción que no esperaría un solo día más sin aprender a pedalear. Papá insistió en ponerme rueditas entrenadoras, aquellas que enseñan a equilibrarte. Me negué, porque pensaba que mi nueva bicicleta perdería su esencia y belleza. Esa tarde estaba dispuesto aprender y comencé mis primeras lecciones mientras regresábamos a casa.
“No tan fuerte”, “no te confíes”, “ten cuidado” me decía mi padre mientras trataba de mantener el equilibrio. En realidad no lo escuchaba del todo, porque estaba tan concentrado en sentir los pedales, el manubrio y el cómodo asiento. Obviamente mi padre tenía miedo que me lastimara, no me tenía del todo confianza. Así pasaron varias cuadras, ¡muchas! Duraba solo unos segundos mantenido el equilibrio, mientras mi confianza se fue fortaleciendo. De pronto, me llega el deseo de que me impulse, que me “suelte” aunque él no quisiera. “Papá empújame y déjame solo” le dije. Lo noté inseguro y sujetaba mi asiento firmemente. Insistí nuevamente y quizá con dolor de su corazón, lo hizo. Salí disparado en línea recta, sin obstáculos y con mi prematuro equilibrio logre mantener la bicicleta y continuaba pedaleando mientras mi padre venia corriendo porque se acababa la calle. “samito, detente!” lo escuchaba nerviosamente gritar. Claro que me iba detener, pero había otro problema, no mis pies no alcanzaban el piso porque la bicicleta era grande para mi estatura. Tenía que decidir entre seguir adelante y cruzar la carretera o caerme. Llegue a la esquina y se me ocurrió detenerme sobre las paredes, y así fue. Vi a mi papá orgullosamente con miedo. Fue grandioso ese momento, lo había logrado en el primer día de haber adquirido mi nueva bicicleta.
Así pasaron muchas aventuras en bicicleta, nuevos lugares, retos y sobre todo varias caídas, algunas de ellas dolorosas pero jamás me rendí. Me gustaba lo que hacía, me gustaba mi bicicleta, me gusta. Hay mucho de moraleja en esta historia, un excelente mensaje para los padres. Aprendamos a confiar en nuestros hijos, sobre todo a soltarlos, a enfrentar los nuevos retos, a disfrutar lo que hacen pero sobre todo a enseñarlos a que se levanten y continuar su gran aventura por la vida.
Gracias Papá por aquel tímido empujón.
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