El caminar siempre trae cosas
buenas para la salud, mejora al ritmo cardíaco, controla la presión arterial,
el colesterol y el riesgo de diabetes. También nos ayuda a percibir mejor nuestro
entorno, observamos los lugares con atención, las personas, colores y saboreamos olores. Sin
embargo no todo es maravilloso, entre las cosas más comunes que encontramos son: la basura en las banquetas, animales muertos, smog, una que otra pelea entre
automovilistas, conductores que no
respetan al peatón, entre otras cosas. De
cualquier forma, el caminar nos traerá una sorpresa, siempre y cuando estemos perceptivos
a nuestro entorno. Este día no fue la excepción.
Me encontraba caminando rumbo a
casa, había decidido dejar el auto, precisamente para poder disfrutar de una
caminata, y efectivamente la estaba gozando, esto en gran parte al grandioso
clima templado del otoño. No había muchos vehículos debido a que era domingo, también noté que no había muchos transeúntes, creo que se tomaron en serio
de que el domingo es para descansar, eso está muy bien, sirve para
recuperar energías para comenzar la semana. De pronto tres niños Tarahumaras o
rarámuris me rebasan, no por nada se han ganado ese adjetivo que etimológicamente
significa "pie (rará) corredor (muri)" y en un sentido más amplio
quiere decir “los de los pies ligeros”. Habitan
al suroeste del estado de Chihuahua en
una de las partes más altas de la Sierra Madre Occidental, conocida también
como Sierra Tarahumara. La edad aproximada de dos de ellos era entre los 9 y 12
años, mientras que el más pequeño del grupo oscilaba entre los 6 y 7 años. Supuse que eran hermanos.
Mientras se alejaban, veía con atención
lo colorido de sus atuendos, que por cierto mostraban desgaste y suciedad
acumulada. Lamentablemente son personas que viven en extrema pobreza. Su piel reseca revelaba los estragos de las
bajas temperaturas a las que se enfrentan en la Sierra Tarahumara. El más
pequeño iba rezagado del contingente, que por cierto no portaba los atuendos típicos
de la región sino que usaba pantalonera y sudadera en color azul con sus pies
totalmente desnudos. Me llamo la atención lo que arrastraba con un hilo de
estambre, era una especie de juguete en color rojo y lo hacía saltar los obstáculos
que encontraba en la banqueta. Apreté el paso para alcanzar al pequeño bólido
andante y conocer el juguete que entusiasmado tiraba. Cuál fue mi sorpresa
que no se trataba de un juguete sino del mismo hilo de estambre hecho nudos.
De niños imaginamos cualquier
cosa convertida en juguete, nuestra creatividad transforma y libera nuestros más
anhelados sueños. Y con suerte, Santa
Claus nos regalaba aquel juguete soñado. Aunque fuera algo sencillo, nos llenaba de alegría
el poder tocarlo y jugar con el todos los días. Calientitos dormíamos y despertábamos
con el hambre de volver a jugar con nuestro nuevo juguete. Al parecer nada nos
preocupaba, bueno al menos no recuerdo.
En contraste a la vida del
pequeño rarámuri, jamás he vivido el frio que quema en su cama, el hambre de
diario, lo caliente del asfalto bajo sus pies,
las cortaduras cotidianas, la sed, el cansancio obligado, la falta de
atención médica, de una vivienda digna. Estos indígenas al igual que nosotros
tienen derechos. Derecho a ser felices. Tal vez hablen otro “idioma” pero
sienten en la misma lengua en la que habla el corazón. Bajan de la sierra por
el pan de cada día, por el corima que en su lengua significa: regalar
o compartir. Pero lo que más lastima de esta escena es nuestra indiferencia,
tal y como lo citó William Shakespeare “El
peor pecado hacia nuestros semejantes no es odiarlos, sino tratarlos con
indiferencia; esto es la esencia de la humanidad”.
Quizá, aquel pequeño rarámuri, también
gozaba de una caminata dominguera en familia, halando su imaginario juguete,
surcando cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino, tal y como lo ha
hecho a diario con su vida.
La próxima vez que me lo tope en mi camino, será diferente.
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